“Quítate la ropa” le dijo sin mirarla, desajustando la percudida correa del
reloj de plástico con decoraciones metálicas de su muñeca izquierda, mientras
deambulaba entre pensamientos abstractos de decisiones urgentes que no se
atrevía a tomar por el peso de las consecuencias. Estos pensamientos le
dibujaron un rictus de ofuscación mientras sus dedos seguían titubeando con la
correa apretada sin lograr ningún avance. De pronto sintió que ella lo miraba a
través del espejo lateral colocado en una de las paredes de la habitación. Percibió
en su mirada distraída el golpe de un reproche ineludible que lo traspasó en el
corazón, el mismo que compulsivamente se aceleró con una sensación de
culpabilidad.
“Disculpa” le dijo observándola a través del espejo “tengo poco tiempo, en
una hora y media debo estar en esa reunión” sentenció mientras se acercaba a
pasos lentos. “Además…” intento seguir, deteniéndose un segundo después ante el
gesto de ella que con la mano agitó con desprecio un vaivén de clausura. “No me
digas nada” le dijo por fin, pronunciando las palabras de manera clara, con un
ritmo pausado y cansino que denotaba un ánimo de hartazgo, cansada de repetir
una rutina que odiaba de principio a fin, pero que le hacía falta como una
droga para sentirse viva, útil, consciente de su existencia en una vida
predestinada a ser corta. Era su adicción.
Ella se levantó sin interés, mientras deambuló por el cuarto, caminando sin
prisas desnudándose en el andar. Primero se retiró la blusa, botón a botón,
macerando sus pensamientos de rencor. “Hace tres años que hago esto por ti” le
dijo pausadamente, sin dejar al descubierto la intencionalidad positiva o
negativa en su dicción. Desabotonó el último botón. “Siempre te lo he
agradecido” le respondió él con una premura infantil, intentando excusarse a
pesar de que no existía ninguna acusación. “Por eso te quiero” se animó a
murmurar detrás de ella, colocando sus ásperas manos en el hombro desnudo de la
treintañera mujer. Ella se deshizo de él al instante “No quiero que me
agradezcas” le dijo. “Y tampoco quiero que me toques antes de estar los dos
desnudos”.
Lo odiaba. Después de tantas tardes compartiendo la misma hora, en el mismo
lugar, bajo las mismas condiciones, había visto como las mejores intenciones de
su vida se habían evaporado, vaporizadas por el calor propio de la realidad que
siempre él se encargaba de describir con pesimismo, despedazando las esperanzas
de vivir un amor verdadero. Esperanzas. Las esperanzas habían sido para ella,
como pequeñas esferas de naftalina en una bolsa de plástico estrecha y
transparente. Tenía muchas. Pero todas estaban destinadas a perecer en el
ámbito clausurado de un amor a escondidas. La última esfera estaba en efecto
difuminándose, dejando un aroma indefinible, corto de intensidad, el mismo que
se subordinaba al claustro infernal de un ropero cargado de abrigos impregnados
de olores nefastos para la felicidad.
“Ven amor, estoy desnudo ya” le dijo él con avidez mientras se acostaba en
el lado izquierdo de la cama, arrastrando hacia afuera las sábanas con sus
pies. Ella se volteó desanimada y al acercarse, desnuda le dijo con crispación
“Aún tienes las medias, sabes que las odio”, “Y tú sabes que nunca me las sacó”
le respondió con extrañeza. Le tendió la mano. Ella la tomó.
La besó con angustia, mientras apretujaba su pecho con los senos desnudos de ella, los sintió marchitos, así como sintió que los labios de ella le respondían con una frialdad glaciar. No se rindió. Empezó a tocarla por encima de su desnudez, poniéndose encima de ella mientras una distraída gota de sudor invadía su rostro. Ella lo observó a contraluz y sintió repulsión de la gota grasienta que discurría por su rostro. Se sintió descubierta en la gota adiposa, observó (imaginó) reflejarse indolente, triste, a punto del desborde. Se sintió culpable por haber aceptado forzar la situación a un extremo de no retorno. Saboreó la determinación de deshacerse de él como una penitencia dispuesta a afrontar. Cerró los ojos.
La besó con angustia, mientras apretujaba su pecho con los senos desnudos de ella, los sintió marchitos, así como sintió que los labios de ella le respondían con una frialdad glaciar. No se rindió. Empezó a tocarla por encima de su desnudez, poniéndose encima de ella mientras una distraída gota de sudor invadía su rostro. Ella lo observó a contraluz y sintió repulsión de la gota grasienta que discurría por su rostro. Se sintió descubierta en la gota adiposa, observó (imaginó) reflejarse indolente, triste, a punto del desborde. Se sintió culpable por haber aceptado forzar la situación a un extremo de no retorno. Saboreó la determinación de deshacerse de él como una penitencia dispuesta a afrontar. Cerró los ojos.
Salvador Dalí |
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