domingo, junio 24

¿Qué es el amor?


¿Alguna vez te has enamorado? Le preguntó con interés, mientras veía como se colocaba nuevamente la ropa interior con paciencia. Él dudó en responder. Después de ocho meses de sexo sin compromiso, ¿era acaso que ella comenzaba a enamorarse y por eso le hacía esa pregunta? La miró con una sonrisa dudosa y tomando consciencia de lo que estaban haciendo, despejó sus dudas y le respondió.

- ¿Acaso tú sabes lo que es el amor? Yo no sé qué es, y a pesar que he sentido muchas veces tenerlo entre mis manos como algo tangible, al parpadear se desvanece como una burbuja de jabón. Algunas ocasiones son burbujas pequeñas que causan un pequeño cosquilleo al desaparecer, otras veces, son tan enormes que al explotar expulsan sus cristales de jabón y agua salpicándote entero. Créeme que cuesta trabajo limpiarse de esas esquirlas, sobre todo porque algunas terminan muy dentro de uno.
- Sigues sin responderme –lo interrumpió ella mirando al techo, luego volteó a verlo– ha pasado casi un año y sigues sin abrir tu corazón.

- Te pregunto si sabes lo que es el amor, porque sólo definiéndolo puedes identificar si alguna vez lo alcanzaste o no. Como te decía, no estoy seguro de lo que es, por tanto no sé si alguna de las tantas veces que me ilusioné puede relacionarse con un amor verdadero, o acaso fueron ilusiones que entretuvieron mis sentimientos, mi realidad, mi percepción. Puede haber sido la necesidad de no sentirse solo también. Somos humanos y queremos siempre estar acompañados, queremos siempre estar relacionados, necesitamos estar conectados con las demás personas, sean amistades, familia, o la pareja.

- Mientes –le dijo mirándolo con melancolía– Tú amabas a Karen. Ambos sabemos todo lo que hiciste por seguir junto a ella.

- ¿Y crees que eso era amor? –le respondió con brusquedad–

- Sí. Yo vi como te desvivías por ella. Vi los detalles que le hacías. Vi cómo sufrías cuando ella se alejaba. Te escuché en el teléfono llorar varias veces por ella. Eras como un niño perdido en su primer día de clases, llorando porque su mamá no estaba y pensabas que la habías perdido para siempre.

- Esa sensación de abandonó –maceró su dicción–. Es verdad, nunca en mi vida había derramado tantas lágrimas juntas. Era un sentimiento inmenso. Tan inmenso que no creo volver a sentir algo igual en toda mi vida. –Tomó una pausa–. ¿Recuerdas el terremoto del 2007? Ese día estaba ensayando en el colegio para un concurso de danzas. Cuando comenzó nadie se dio cuenta. Estábamos en pleno baile, con la música a todo volumen, concentrados en nuestros pasos y la alineación de la coreografía. Habrán pasado cinco o diez segundos cuando un compañero cayó de la nada al suelo. Quise reírme, creo que hasta abrí la boca para burlarme cuando sentimos al unísono el sacudón. Me caí. Otros no podían sostenerse en pie. De los pabellones escuchamos los gritos de las escolares mientras el suelo nos sacudía en un vaivén sin pausas. Vimos como el mástil de la bandera se ladeaba hasta que cayó a nuestro lado. Recuerdo el llanto de una profesora porque el portón estaba con llave y ella quería salir a pesar que el terremoto no había terminado de pasar. Dos putos minutos interminables. Fue un caos. El papá de mi mejor amigo falleció, compañeros de la catequesis se quedaron dentro de la Parroquia sin oportunidad a salir, a mi tío le cayó una pared encima. –Otra pausa–. ¿Has sentido esa conmoción alguna vez? Esa conmoción de estar viviendo tu vida de la manera más terrena posible y de pronto una hecatombe te arranca y envuelve en un vendaval. Eso fue lo que me pasó con Karen. Esa misma devastación es la que me envolvió en los seis meses que estuve con ella. ¿Parece poco, no? Pero hay relaciones que duran años y nunca pasa nada, viven su rutina y nada más. Pero ésta en su poco tiempo, me hizo ir y venir a la luna varias veces. Llegó a mi vida para desmentir todas las verdades que creía conocer del amor, de la vida, de la amistad, de la lealtad, de los valores. Karen llegó como el rumor de una ola tenue, bañando la playa con una fuerza pausada. Los primeros meses fueron hermosos, y estuve tan pletórico que no me di cuenta cómo iba cambiando mi vida conforme me dejaba influenciar por su presencia. Luego, la fuerza de las olas iba creciendo. Ya no eran débiles, se presentía su naturaleza destructora pero era un peligro controlado. Así pensaba yo, y como un mocoso en los juegos mecánicos, seguí entregándome sin rescoldos a la vivencia de subir a una máquina de entretención salvaje, esas que te vapulean sin sentido, sin poder controlar la sensación de vacío en tu cuerpo; aquellas donde te subes porque a pesar de las sensaciones, no hay peligro real. Todo está correctamente controlado. Por eso, ni las discusiones con los amigos, ni la diferencia con mi mamá, ni tus advertencias sirvieron. Me envicié. Su presencia se convirtió en algo insustituible. Cuando ya el remezón era genuinamente fuerte, había renunciado a todas mis seguridades y suprimiendo incluso mi propia dignidad, seguí a su lado, soportando y aceptando todo. Solamente para no separarme de ella, no perder el olor de su cabello, el aroma de su sexo, la fuerza de su desprecio. Cada día había algo nuevo que perdonar, una situación nueva que tolerar, un hecho nuevo que me sorprendía. Hasta que opté por desconectar mi escala de valores, terminé aceptando que la única forma de seguir con ella era sucumbir a su manera tan bizarra de comportarse, y aun así yo era para ella un instrumento reemplazable. Por eso el llanto. Por eso me sentía huérfano; porque a pesar de darle todo, de permitirle todo, de perdonarle todo y de amarla con mi vida entera; no entendía porque ella se empeñaba en no darme el amor que me soltaba a migajas. No entendía porque me reemplazaba cada vez que podía con alguien más, no entendía porque me obligaba a realizar actos impensados meses atrás, no entendía por qué no me amaba. Había leído de amores tóxicos con cierta inquietud, pero nunca hasta ahora hubiera imaginado que iba a vivir uno así. Un amor de mierda.

- Pero lo superaste –le dijo mientras limpiaba una lágrima que escapaba por los ojos de él-

- Sí. Aunque siento he dejado una parte de mi vida en esa historia. Una muy grande. No volveré a vivir un amor así nunca más. Y no porque sea un deseo propio. Es porque es imposible volver a vivir algo de esta magnitud.

- ¿Y esto qué es? –le respondió con una media sonrisa, para relajar la tensión–

- Somos cómplices. Desde esa noche lluviosa en la que nos deshicimos de ella para siempre. Somos cómplices. Y no hay vuelta atrás.




miércoles, julio 12

Hombrecito sin luz

Distante por el sendero camina un hombrecito sin luz. Recorre el camino agazapado, ensimismado, escondiéndose del día, con las cuencas de los ojos desorbitados; intentando –mientras camina- separar las ideas racionales de las fantasiosas. No es fácil. Se ha encontrado inmerso en una fantasía utópica que lo ha consumido entero y casi lo deja sin vida, o quizás sigue ahí, o quizás nunca estuvo ahí físicamente, o quizás ya murió y quien camina es su recuerdo; seguramente su vida nunca estuvo en peligro; aunque lo más probable es que mitad de su alma siga en aquella vorágine de fuego, luz y oscuridad.

El hombrecito sin luz no es mayor de 25 años; a pesar de ello, su aspecto desgarbado, sombrío, menudo, con ojeras profusas y ennegrecidas por la constante vigilia que ha soportado el último año tras sus delirios constantes; lo hace verse como un anciano en franco desvarío. Sus piernas otrora saludables, son ahora escuálidas y paulatinamente han empezado a separarse una de la otra dándole una apariencia caricaturesca y de constante desequilibrio. ¡Se va a caer!

Por fin se detuvo. Después de catorce horas caminando (huyendo), se ha detenido al pie de una laguna turquesa, que dibuja su reflejo con especial rencor, porque a pesar de mostrar a la perfección el reflejo de su cuerpecito menudo, su rostro permanece oculto. Preocupado, se cambia de posición e incluso acerca su cara al agua, rozando su barbilla con el frescor del manantial, pero su rostro sigue sin aparecer; en cambio, un parche oscuro parecía haberse impregnado por encima de su cuello. “Sigo alucinando” pensó con recelo el hombrecito sin luz. “Mi rostro está aquí” se dijo a si mismo, mientras palpaba con sus manos, su faz llena de vello capilar, producto de no haberse afeitado quién sabe desde cuándo.

El hombrecito sin luz se ha dormido al pie del lago. Al estar sin luz, sus sueños se le han escapado; no los puede contener dentro de sí y sus ensoñaciones han comenzado a proyectarse alrededor de él inconscientemente. Los huerequeques, en su recorrido nocturno habitual lo han visto roncar y compadecidos por el sueño profuso del hombrecito, han pasado en silencio, no sin antes divertirse con las jocosas situaciones proyectadas desde el sueño del hombrecito. Lo han visto bailando un huainito, lo han visto borracho cantando en quechua con llanto en los ojos, lo han visto tartamudeando ante una mujer desnuda allende cuando era adolescente.

¿Y la luz? ¿Alguien sabe dónde está la luz? Ni siquiera el hombrecito sabía dónde se había quedado su luz; de hecho, ni él mismo sabía de la evaporación de su luz. ¿Qué sabía de todos modos el hombrecito sin luz? Si apenas era capaz de recordar ­el suceso. Así es, el hombrecito sin luz también había perdido la capacidad de recordar. A pesar de llevar un año en esta penosa situación, sólo recordaba la noche en la que, saliendo de la fiesta de San Juan, se había encontrado de bruces con aquella fantasía utópica (o distópica) ¡Oh aquella fantasía!, la sentía tan palpable, y hasta saboreaba sus sensaciones iniciáticas cada mañana; luego, las otras sensaciones, las del desenlace más bien le causaban escalofríos. Por eso él seguía escapando. No sabía entonces que llevaba un año escapando, aunque por sus propios desvaríos su huida se limitada a un andar y desandar por los mismos senderos que lo perdieron en el monte.

¿Y tú? ¿Qué consideras ha sucedido para que el hombrecito se quedara sin luz?




jueves, julio 6

De la mano

Iban cogidos de la mano bajo la penumbra de las tres de la mañana. Él entrelazaba sus dedos con premura, experimentando la aspereza que le causaba los dedos toscos de su acompañante contrastando curiosamente con la suavidad de su piel. A pesar de las diferencias, y no sólo por las condiciones cutáneas, ellos se complementaban perfectamente en un vaivén pausado de un tiempo detenido mientras cada uno absorto en su propio ámbito miraban al horizonte, a su horizonte particular.



La abstracción se interrumpió de improviso, cuando su acompañante lo soltó abruptamente, volteándose en un movimiento reflejo, dando cara a la pista. «Espera», le dijo con voz desgastada, «dame un minuto, voy a arrojar». Alberto intentó sostenerlo por la espalda para ayudarlo a vomitar las dos noches de excesos continuos que había soportado su organismo. Él no le dejó, apartándole con un movimiento torpe del brazo. Tosió con violencia mientras sentía cómo la descomposición emergía desde la boca de su estómago hasta la garganta, convirtiéndose en el proceso en un líquido agrio que salía sin pausas.

Tres y seis. Alberto observó las manecillas de su reloj de mano con impaciencia, esperando que su acompañante se restableciera. Un minuto más tarde, cuando sintió que ya no tosía, le alcanzó una botella de agua mineral. «Enjuágate» le dijo, «no te voy a besar con esa peste» acotó divertido. «No jodas» le respondió, «no me dejes tomar nunca más» alcanzó a decir, mientras unas lágrimas pequeñas de puro malestar físico le brotaban gratuitamente.

Eso sería perfecto, pensó Alberto, sin animarse a decirlo en voz alta. Las noches así eran cada vez más frecuentes. Había olvidado ya, cuándo había sido la última cita tranquila que no llevase alcohol de por medio, lo extrañaba, extrañaba sus paseos por el malecón, sus tertulias después del café de las cinco, sus comentarios después de la película del fin de semana, sus risas luego de ver los mismos capítulos de siempre de Los Simpsons, en su habitación. Extrañaba a Manuel. Extrañaba a ese Manuel, y no al sujeto que debía cuidar cada fin de semana, por los desproporcionales desastres que causaba con el alcohol en su cuerpo. Lo quería, aunque ya no lo soportaba; y al mismo tiempo no veía un presente o un futuro sin él.

Manuel se recostó por fin en la fría pared de una casa anónima de la avenida por donde habían caminado. Miró el rostro distraído de Alberto bajo la luz amarilla de un poste garabateado. «Ahora sí» le dijo, con todo el aplomo que le permitió el desequilibrio del alcohol en su sangre. Le tendió la mano.


«¡Bah!» respondió Alberto con indiferencia, «tú y tus huevadas», le dijo mientras cogía su mano nuevamente con fuerza. A pesar de los 17 meses juntos, siempre se estremecía al sentir su tosquedad. Alberto suspiró en silencio. Siguieron caminando. 

viernes, junio 30

Olor a soledad

La conocí un martes distinto a los demás martes que recuerde, porque aquél día anocheció a las ocho de la noche, alargándose el día sobrenaturalmente entre cánticos, rezos y lágrimas de feligreses espontáneos que se sorprendieron rezando ante la inminencia de un fenómeno divino inexplicable. Aquél día el sol no quiso esconderse a tiempo y se quedó inmóvil como en aquella cita bíblica, donde se detuvo en lo alto del cielo para permitir a un grupo de israelitas terminar de ganar una batalla en contra de pueblos rebeldes. Dios destruye sus propias leyes para ayudar a un puñado de seminómades desnutridos de un desierto distante. Qué falsa me había parecido aquella fábula hasta la tarde en la que jugando al fútbol con la collera del barrio, vimos cómo nos habíamos suspendido en el tiempo, levitando un minuto eterno en el que a pesar de agotarnos por el esfuerzo deportivo, la hora no avanzaba, el minuto antes del atardecer seguía estando ahí y el día no quería marcharse.

Tenía el cabello esbelto, largo y oscuro como la noche que no llegaba. Me sorprendió su mirada exacta, sus ojos abiertos que parecían apreciar cada detalle nuevo de la vida a pesar de conocerla de antes. Era más alta que yo sin dudas y así lo comprobé al pasar a su lado al regresar a casa con los amigos, dado que se encontraba de pie en el portal de lo que pensé era su casa, mirando una lechuza posada encima de un poste de alumbrado, el cual estaba encendido a pesar de que no era necesario porque siendo las siete de la noche aún parecían las cuatro. La miré con disimulo para no despertar en mis amigos el vicio ocioso de molestarme y espantarla, esperando descubrir algún detalle adicional de su ser que atrajera mi curiosidad; debió haber sido muy evidente para ella mi intención, dado que volteó su mirada rápidamente directa a mis ojos, penetrando sus pupilas en mi alma infantil causándome un temblor felizmente imperceptible para los demás. Cruzadas las miradas, me inspeccionó raudamente deteniéndose en mi ombligo descubierto por la camiseta parcialmente alzada con el fin de refrescar el calor corporal luego de haber jugado. Atisbó una sonrisa tímida al ver la bifurcación bizarra de mi ombligo, que a diferencia de los demás no era un orificio circular, sino un orificio elipsoide con una cicatriz que se alzaba por mi abdomen hasta la altura del pecho. Naturalmente me avergoncé por ello y bajé mi camiseta al instante a pesar de saber que ya no era observado porque ella había vuelto a mirar a la lechuza que parecía confundida, intentando sincronizar su reloj natural con lo diáfano del cielo sin noche. Seguí caminando, hasta llegar a casa, tres cuadras más adelante, despidiéndome de mis amigos con cierto grado de inconsciencia. Al cruzar la puerta y saludar a los tíos con los que vivía repuse en que algo de esa niña se había quedado prendado en mi cerebro, era su olor a soledad.

Visto en nalgasylibros.com


A las ocho con dieciséis minutos, pequeñas gotas comenzaron a desprenderse de la noche reciente que había traído además de la oscuridad, copiosas nubes propias de un cielo serrano y que rara vez visitaban el litoral costeño. A pesar de ello, muchas personas salieron de sus casas con rostros de alivio, ante la algarabía y tranquilidad de saber que el mundo no acababa esa tarde. Cuando la lluvia se hizo más fuerte a eso de las once de la noche, más fuerte fue el ensimismamiento espontáneo que me cogió de sorpresa apenas me acosté; estaba fascinado ante el descubrimiento de la belleza femenina por primera vez a mis once años. El ensimismamiento me acompañó incluso en sueños; en donde inconscientemente la recree en decenas de situaciones, y en todas ellas éramos felices cada vez que ella miraba mi ombligo y se reía curiosamente, aunque no pude borrar de mis sueños la presencia transparente de la lechuza y el sonido impertérrito de la lluvia que en contra de lo que normalmente acontece aquí, se extendió durante toda la noche hasta las nueve de la mañana del día siguiente, dejando una sensación de humedad que penetraba las paredes de la casa y se materializaba en charcos regados en las esquinas más inverosímiles del hogar.

Cuatro días más tarde, la impresión de haberla visto había disminuido. Entre las tareas de colegio, los juegos frente a la computadora, y las labores domésticas que mis tíos siempre se encargaban de darme, su presencia antes sólida se había difuminado en un recuerdo gaseoso que me asaltaba con menos intensidad que al principio. Sin embargo, aquél sábado por  la mañana percibí de improviso un aroma solitario que reactivó mis ensoñaciones y me trasladó a un estadío de vigilia inmediato. Su nítido aroma infeliz de soledad absoluta llenó todos los ámbitos de la casa haciendo que mi corazón confundiera la frecuencia de sus latidos. Luego, un sonido de trompeta acompañado de una percusión sorda me estremeció al punto del llanto, llanto que la propia trompeta parecía proferir por la hermosa capacidad de su ejecutante, que rascaba sonidos solemnes y tristes que parecían abrir sin rescoldos viejas heridas en las personas como si se tratase de una navaja, con el único fin de hacerlas llorar. De pronto, golpes tenues se escucharon en la puerta; al abrirla me topé de lleno con la mirada precisa de ella, quien en un acto reflejo respondió al chirrido de mi puerta, observándome por sobre el llanto de sus ojos, triste, mientras me invitaba con un gesto sutil ver a las personas que la acompañaban y que estaban por doblar la esquina.

Desearía nunca haber salido. Desearía haber sido capaz de sobreponerme a la emoción que embargaba mis entrañas y cerrar la puerta no sin antes ofrecer mis disculpas para continuar con las labores domésticas cotidianas y olvidar todo lo que pasó aquella tarde. Pero no. La mirada precisa que me clavó desarmó mi sentido común y no supe en qué momento yo también estaba doblando la esquina, arrastrado por el impulso ciego de seguir un ataúd perlado que cargaban cuatro hombres idénticos en su andar, en su porte y en sus gestos de cansancio. No repuse en quien podría ser el difunto, dado que apenas tomé conciencia de mi andar, busqué rápidamente con la mirada a ella, quien se encontraba con la cabeza gacha unos tres metros delante mío. No intenté acercarme, pensé en respetar su dolor dando por sentado que el entierro era de algún familiar suyo y planifiqué conversar con ella al finalizar el mismo; en cambio, decidí no perderla de vista, cuidando mis pasos para que no se sintiera perseguida, disimulando la opresión de mi pecho cada vez que por un descuido dejaba de verla. Una hora más tarde habíamos abandonado las avenidas, calles, jirones y callejones que conocía hasta entonces. A mis once años no tenía la libertad suficiente para embarcarme en los avezados paseos que hacían mis amigos una vez al mes hasta la vuelta del cerro que se encontraba por encima de toda la urbanización en donde vivíamos. Me conformaba entonces con las descripciones que hacían al volver, aunque cada una de ellas difería en los detalles más elementales de acuerdo a quien preguntaba. Para Joaquín, el cerro estaba lleno de pasto semi seco que dejaba caminar con comodidad por largos tramos, para Fernando el terreno era terroso y llegaba un punto en que la inclinación era tal que no se podía avanzar sin tener que agarrarse del mismo suelo para no caer, para Alberto lo curioso eran las bifurcaciones que se abrían una vez terminaba el camino asentado, era él quien animaba a los demás a explorar caminos nuevos cada vez y aunque todos los caminos se parecían en su apatía, alguna vez encontraron rarezas como pequeños hilos de agua que brotaban desde el interior de las rocas o pequeñas conchas marinas regadas a pesar de encontrarse a no menos de diez kilómetros de la playa más cercana.

Por ello, una vez salimos de la urbanización y nos adentramos a la periferia que rondaba el inicio del cerro crudo, intenté recordar las decenas de relatos de mis amigos, y a pesar de recordarlas ninguna me parecía significativa en ese momento, dejándome arrastrar pasivamente por entre las disímiles casas de cartón sin ventanas adornadas con tanques  de polietileno azul para llenar agua en lugar de los tradicionales jardines a las afueras de sus casas. Lo curioso es que parecía que nadie reparaba en nuestro andar, y más curioso aún era que aquello no me sorprendía. Parecía drogado.

Poco a poco las casas se iban esparciendo en distancia hasta pasar por la última choza claramente abandonada porque al mirar el candado de su puerta, éste se había corrugado en un pedazo de metal oxidado que no servía ni para asegurar la casa, ni para abrirla. Más adelante, el camino de tierra asentado se hizo menos consistente y el andar continuo hizo que un polvo amarillo seco se levantara alrededor de nosotros como nubes menudas que nos envolvían; estas partículas me hacían toser pero parecía ser el único al que lo afectaba porque todos los demás incluyendo la anónima niña a la que seguía lucían imperturbables. La tos pareció sacudir mis sentidos, porque después de una caminata tan larga recién reparé en que era el único niño del cortejo fúnebre y que además era el único en no estar de un luto riguroso y más bien caminaba con sandalias enterradas por el polvo que habían blanqueado mis desnudos pies. Me asusté. Comprendí lo lejos que estaba de casa y lo estúpido que había resultado dejarme guiar por desconocidos hasta la loma. Entonces, me acerqué sigiloso a ella, deseando saber por qué me había buscado, ¿a dónde íbamos?, ¿quién había muerto?, ¿quién era ella? Logré caminar a su lado izquierdo y entonces con nervios renovados murmuré: ¡Hola! No respondió. Sólo me dedicó la misma mirada exacta que ya conocía, pero esta vez tenía una  lágrima contenida en su pupila que me estremeció porque me vi reflejado en ella como si de un espejo se tratase. La abracé impulsivamente, sintiendo su cuerpo menudo junto al mío. No pareció inmutarse, aunque sí se detuvo porque la contuve con mi cuerpo. Estuve por preguntarle qué estaba pasando aquí, pero caí en cuenta que los detenidos no éramos solamente nosotros. Todo el cortejo, incluida la música fúnebre se había detenido al unísono.

-No se toca al sacrificio- de pronto pronunciaron al unísono los cuatro cargadores del ataúd. Su voz potenciada por el eco de lo solitario del camino escarapeló mi cuerpo. Aun así no comprendí con exactitud a qué se referían con el sacrificio y de todas maneras no me importó porque mayor desazón me causó que ella se alejara de mí nuevamente poniéndose a tres metros de distancia y retomando todos el andar parsimonioso. Entonces, una sensación agobiante impregnó mi cerebro al terminar de procesar lo bizarro de la situación. De golpe comencé a sentir el frío de las siete de la noche y me alarmé al darme cuenta que no había estado caminando durante hora y media como había calculado, sino cerca de ocho horas sin parar, por un lugar ahora sí totalmente desconocido. La idea de estar con personas extrañas, en un lugar recóndito y a portas de presenciar algo que cuando menos no parecía ser bueno me sobrecogió.

Media hora más tarde, y con el agobio a flor de piel, el camino empinado se interrumpió abruptamente. De pronto ya no estábamos subiendo sino bajando. Quise volver. Quise darme media vuelta y regresar corriendo a casa para sentirme seguro, de hecho lo intenté con todas mis fuerzas o eso pensé, pero los pies sólo respondían al incansable llamado de seguir adelante. Era imposible escapar y esto no hacía más que acrecentar el nerviosismo y la ansiedad que me carcomía entero. Diez minutos después por fin nos detuvimos y de pronto sin que pudiera preverlo, el encantamiento que me mantenía atado a ese cortejo fúnebre deambulante se rompió. Así, como si se tratase de un baldazo de agua helada sorpresiva, mi cuerpo sintió los estragos de la larga caminata que hasta el momento parecía desconocer, en primera los pies me dolieron horriblemente así que caí sentado para poder masajearlos y entonces sentí todo mi cuerpo agarrotado y apaleado.

Al levantar la vista, vi la luna llena naciente que se había posado con suavidad en el cielo oscuro y despejado, pude observar estrellas nuevas, que nunca antes había visto. De hecho, estaba acostumbrada a ver las estrellas cada vez que los atentados terroristas volaban torres de alta tensión, algo por entonces, común; sin embargo, estas estrellas eran nuevas, distintas, fulgurantes, con una luminosidad superlativa, que parecían haber nacido recién y por ende su luz se sentía palpitante y vigorosa; la luminosidad de la noche me reconfortó en cierta medida haciendo olvidar por unos instantes la larga caminata que había realizado.

-Es un sueño -pensé, cerré los ojos y comencé a repetir esto último como si de un mantra se tratara, pero al abrirlos el panorama no cambiaba. Entonces al reincorporarme con el cuerpo golpeado observé dónde nos encontrábamos; era un descampado irregular, que tenía centenares de piedras puestas como si se hubiese existido alguna lluvia de rocas que las había insertado en el terreno en algún momento, también observé que al lado de muchas de estas piedras habían cruces de madera puestas con inscripciones de letras ilegibles: era un cementerio rústico. A una distancia de 20 metros vi a los cuatro cargadores del ataúd, además a seis hombres adultos, cuatro señoras con el rostro cubierto, cinco músicos de baja estatura, y a ella confundida entre las señoras. Todos iban vestidos de riguroso negro. Los cargadores caminaban aún con el ataúd en sus hombros hasta que se detuvieron al encontrar una piedra puesta horizontalmente, lisa y con una extensión de seis metros, entonces cuidadosamente colocaron el cajón ahí. Luego, estos hombres sin mostrar ningún gesto de cansancio a pesar del esfuerzo que conllevaba haber llevado un cajón de madera durante largas horas, posaron una mirada estricta sobre ella. Los escalofríos volvieron, al recordar la palabra sacrificio.

Cerré los puños, libre ya de la parálisis que me había embargado durante todo el viaje, tomé la decisión de acercarme a ella sin reparos, no di más de 20 pasos hasta que me coloqué detrás de ella y le susurré –Hay que irnos, hay que correr–. No respondió. Hizo como si no me escuchase y murmuró algunas palabras con las señoras que se encontraban junto a ella y quienes aparentemente no habían reparado en mí. Las señoras se acercaron en dirección a la piedra donde se encontraba el ataúd y ella suspiró. Fue un suspiro amplio y sobrecogedor que pareció entristecer la noche porque un viento helado comenzó a correr sin pausa alrededor nuestro. Entonces volteó a verme una vez más con su mirada exacta, pero esta vez sin ningún atisbo de tristeza, melancolía o soledad que antes denotaba. Ahora era una mirada impertérrita, sólida, de terror.

Entonces sucedió. Los músicos volvieron a  rasgar con melodías tristes la noche, y un manto adormecedor cubrió mi cuerpo desde mis pies hasta mi cabello despeinado. La paz se había ido para siempre, y la desesperanza quebró mis emociones al punto de producirme un llanto desconsolado, a lágrima viva, sin entender por qué estaba llorando. A su vez, las señoras emprendieron nuevo llanto y sentí como de pronto levitaba por los aires, siendo cargado por los hombres adultos que me llevaban con una facilidad inaudita, pareciendo que mi cuerpo había perdido gravidez. No lo entendía. O quizás sí lo entendía pero no quería aceptarlo. Me estaban llevando al ataúd perlado, era mi ataúd. Era mi entierro. El sacrificio del que habían hablado antes no era ella, era yo. ¿Por qué? Alcance a pensar dentro de la turbación de mi espíritu. Ella aclaró la voz como si habría escuchado mi pensamiento y entonces conocí su voz. Una voz destemplada y casi sorda como la de una anciana: “Desde tu nacimiento eres tú. Un niño enmantillado que hemos buscado desde hace más de doscientos años cuando la costumbre se perdió, necesitaba a un niño enmantillado y ahora estás aquí, lo supe apenas te vi hace tres días con la cicatriz de tu ombligo”. – ¿Qué es enmantillado? Alcancé a preguntarle débilmente con el pensamiento. Ella ya no respondió, pero con un gesto de su mirada, una clarividencia se despejó en mi mente y recordé el día de mi nacimiento, cuando salí del vientre de mi madre envuelto en una cápsula de tejido humano sin romper, había nacido con la placenta intacta, y es por este motivo que mi madre falleció apenas salí de su útero.

Me acostaron sobre el ataúd y a pesar de tener muchas preguntas aún en mi cabeza y estar a punto de formularlas, de golpe mis recuerdos se cerraron y se perdieron juntamente con las estrellas y la luna. La noche, al igual que mi conciencia se había cerrado de improviso. Mi respiración cambió de compás y comencé a agitarme ante lo claustrofóbico del cajón angosto en donde me habían depositado. Volví a ver la lechuza agitarse imponente por el cielo oscuro. No pude más. Cerré los ojos.

martes, junio 13

Contando Historias

Texto publicado en https://medium.com/@jcoco2515/contando-historias-f91de86649a un nuevo canal donde también publicaré escritos un tanto más espontáneos

Desde el 2015, aperturé un blog denominado “El Eterno Diletante” con la intención de contar las historias que asaltaban mi ser de cuando en cuando e intentar así visibilizar mi incipiente literatura al escrutinio de amigos, conocidos y todo aquél que por mera casualidad termine leyendo alguno de mis escritos.
Pasado dos años, desafortunadamente, por falta de tiempo y en parte -como verán más adelante- por falta de inspiración, mi producción ha sido menor en número; no obstante, sí ha servido como vía canalizadora para desfogar mi alma y materializar los demonios que llevo adentro. Contar historias es eso, una expresión de nuestro íntimo ser, mediante vivencias creadas por la voluntad dictatorial de nuestra imaginación, que una vez puestas a andar se desenvuelven con personalidad propia, tomando decisiones que muchas veces contradicen el ánimo original con el que fueron creadas. 

De todas formas, en un intento sordo de manifestar lo que siento, lo que deseo, lo que me interesa, me motiva y me inspira; he abierto este canal a la par del blog, deseando aferrarme a la faena de escribidor como un náufrago se abraza a la única esperanza que le brinda un pedazo de madero flotante en la mar. En este caso, el pedazo de madero es el cuaderno azul que me acompaña desde hace dos años y en donde inserto las inspiraciones espontáneas que luego desarrollaré, y la mar es el día a día que me inunda con su cotidianidad arrastrándome al conformismo de la rutina.
Tweets por el @jcoco2515.