Tía María es una consecuencia. Más allá de las razones
iniciales del conflicto y de sopesar cuál de las partes tiene razón; estamos
ante la desnudez de nuestra sociedad más precaria a nivel social: la
intolerancia, el racismo, los prejuicios, el abuso, la injusticia abundan y se
desprenden a borbotones desde todos los ángulos posibles: el gobierno, los
dirigentes, los protestantes, la policía, los inversores, la prensa e incluso
la opinión pública.
A estas alturas, la desinformación de lo que sucede en Islay es evidente. No desde el punto de vista del silencio cómplice ante el desborde –ya no es posible-. La desinformación viene desde la parcialización de posturas por intereses propios (económicos o políticos), originando una mala información que se traduce en datos inexactos, en asumir supuestas actitudes dolosas sin prueba alguna, en pruebas sembradas para incriminar personas, o hasta en crónicas periodísticas insensibles. Todo esto, en consecuencia, origina una mayor polarización en el país, innecesaria para la búsqueda de una solución.
Todos tienen parte de error en este conflicto. El fracaso
del diálogo es responsabilidad de un gobierno timorato y de dirigentes sociales
obtusos. Sin embargo no es justificable la política coercitiva a ultranza que
hoy asume el Estado al autorizar la intervención militar en la protesta
popular. Avergüenza saber que incluso periodistas lo avalen, razonando
erróneamente que las Fuerzas Armadas están mejor preparadas para reestablecer
el orden y controlar desmanes. Esto no tiene lógica posible. El ejército no
está preparado ni para crear, ni mantener ni restaurar el orden de los
ciudadanos. Ellos están preparados para afrontar conflictos de mayor alcance
nacional tanto internos como externos. No podemos dejar pasar por alto que el
ejército –por más buenas intenciones que tenga- tiene una preparación distinta
a la de la policía nacional. En este contexto, es evidente que los derechos
humanos es cuento chino al momento de
decidir si es necesario disparar disuasivamente o al cuerpo para neutralizarlo
(matarlo), aquello significa un atentado directo al Estado democrático de
derecho, que al menos en la región Arequipa se ha perdido. En definitiva, un
despropósito por donde se le mire.
Análisis aparte merecerá entender las razones reales del
fracaso en las negociaciones e individualizar a los responsables de este
fiasco. Hoy, sin embargo, es el Estado el encargado de reestablecer las
condiciones necesarias para una convivencia saludable. La dificultad no
obstante, radica en el arcaico pensamiento que el fuego se apaga con más fuego.
Prueba de esto, son las innecesarias declaraciones del presidente, tachando de
delincuentes a los promotores de la protesta. Han pasado seis años desde el
conflicto en Bagua y aún no aprendemos.
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