miércoles, julio 12

Hombrecito sin luz

Distante por el sendero camina un hombrecito sin luz. Recorre el camino agazapado, ensimismado, escondiéndose del día, con las cuencas de los ojos desorbitados; intentando –mientras camina- separar las ideas racionales de las fantasiosas. No es fácil. Se ha encontrado inmerso en una fantasía utópica que lo ha consumido entero y casi lo deja sin vida, o quizás sigue ahí, o quizás nunca estuvo ahí físicamente, o quizás ya murió y quien camina es su recuerdo; seguramente su vida nunca estuvo en peligro; aunque lo más probable es que mitad de su alma siga en aquella vorágine de fuego, luz y oscuridad.

El hombrecito sin luz no es mayor de 25 años; a pesar de ello, su aspecto desgarbado, sombrío, menudo, con ojeras profusas y ennegrecidas por la constante vigilia que ha soportado el último año tras sus delirios constantes; lo hace verse como un anciano en franco desvarío. Sus piernas otrora saludables, son ahora escuálidas y paulatinamente han empezado a separarse una de la otra dándole una apariencia caricaturesca y de constante desequilibrio. ¡Se va a caer!

Por fin se detuvo. Después de catorce horas caminando (huyendo), se ha detenido al pie de una laguna turquesa, que dibuja su reflejo con especial rencor, porque a pesar de mostrar a la perfección el reflejo de su cuerpecito menudo, su rostro permanece oculto. Preocupado, se cambia de posición e incluso acerca su cara al agua, rozando su barbilla con el frescor del manantial, pero su rostro sigue sin aparecer; en cambio, un parche oscuro parecía haberse impregnado por encima de su cuello. “Sigo alucinando” pensó con recelo el hombrecito sin luz. “Mi rostro está aquí” se dijo a si mismo, mientras palpaba con sus manos, su faz llena de vello capilar, producto de no haberse afeitado quién sabe desde cuándo.

El hombrecito sin luz se ha dormido al pie del lago. Al estar sin luz, sus sueños se le han escapado; no los puede contener dentro de sí y sus ensoñaciones han comenzado a proyectarse alrededor de él inconscientemente. Los huerequeques, en su recorrido nocturno habitual lo han visto roncar y compadecidos por el sueño profuso del hombrecito, han pasado en silencio, no sin antes divertirse con las jocosas situaciones proyectadas desde el sueño del hombrecito. Lo han visto bailando un huainito, lo han visto borracho cantando en quechua con llanto en los ojos, lo han visto tartamudeando ante una mujer desnuda allende cuando era adolescente.

¿Y la luz? ¿Alguien sabe dónde está la luz? Ni siquiera el hombrecito sabía dónde se había quedado su luz; de hecho, ni él mismo sabía de la evaporación de su luz. ¿Qué sabía de todos modos el hombrecito sin luz? Si apenas era capaz de recordar ­el suceso. Así es, el hombrecito sin luz también había perdido la capacidad de recordar. A pesar de llevar un año en esta penosa situación, sólo recordaba la noche en la que, saliendo de la fiesta de San Juan, se había encontrado de bruces con aquella fantasía utópica (o distópica) ¡Oh aquella fantasía!, la sentía tan palpable, y hasta saboreaba sus sensaciones iniciáticas cada mañana; luego, las otras sensaciones, las del desenlace más bien le causaban escalofríos. Por eso él seguía escapando. No sabía entonces que llevaba un año escapando, aunque por sus propios desvaríos su huida se limitada a un andar y desandar por los mismos senderos que lo perdieron en el monte.

¿Y tú? ¿Qué consideras ha sucedido para que el hombrecito se quedara sin luz?




jueves, julio 6

De la mano

Iban cogidos de la mano bajo la penumbra de las tres de la mañana. Él entrelazaba sus dedos con premura, experimentando la aspereza que le causaba los dedos toscos de su acompañante contrastando curiosamente con la suavidad de su piel. A pesar de las diferencias, y no sólo por las condiciones cutáneas, ellos se complementaban perfectamente en un vaivén pausado de un tiempo detenido mientras cada uno absorto en su propio ámbito miraban al horizonte, a su horizonte particular.



La abstracción se interrumpió de improviso, cuando su acompañante lo soltó abruptamente, volteándose en un movimiento reflejo, dando cara a la pista. «Espera», le dijo con voz desgastada, «dame un minuto, voy a arrojar». Alberto intentó sostenerlo por la espalda para ayudarlo a vomitar las dos noches de excesos continuos que había soportado su organismo. Él no le dejó, apartándole con un movimiento torpe del brazo. Tosió con violencia mientras sentía cómo la descomposición emergía desde la boca de su estómago hasta la garganta, convirtiéndose en el proceso en un líquido agrio que salía sin pausas.

Tres y seis. Alberto observó las manecillas de su reloj de mano con impaciencia, esperando que su acompañante se restableciera. Un minuto más tarde, cuando sintió que ya no tosía, le alcanzó una botella de agua mineral. «Enjuágate» le dijo, «no te voy a besar con esa peste» acotó divertido. «No jodas» le respondió, «no me dejes tomar nunca más» alcanzó a decir, mientras unas lágrimas pequeñas de puro malestar físico le brotaban gratuitamente.

Eso sería perfecto, pensó Alberto, sin animarse a decirlo en voz alta. Las noches así eran cada vez más frecuentes. Había olvidado ya, cuándo había sido la última cita tranquila que no llevase alcohol de por medio, lo extrañaba, extrañaba sus paseos por el malecón, sus tertulias después del café de las cinco, sus comentarios después de la película del fin de semana, sus risas luego de ver los mismos capítulos de siempre de Los Simpsons, en su habitación. Extrañaba a Manuel. Extrañaba a ese Manuel, y no al sujeto que debía cuidar cada fin de semana, por los desproporcionales desastres que causaba con el alcohol en su cuerpo. Lo quería, aunque ya no lo soportaba; y al mismo tiempo no veía un presente o un futuro sin él.

Manuel se recostó por fin en la fría pared de una casa anónima de la avenida por donde habían caminado. Miró el rostro distraído de Alberto bajo la luz amarilla de un poste garabateado. «Ahora sí» le dijo, con todo el aplomo que le permitió el desequilibrio del alcohol en su sangre. Le tendió la mano.


«¡Bah!» respondió Alberto con indiferencia, «tú y tus huevadas», le dijo mientras cogía su mano nuevamente con fuerza. A pesar de los 17 meses juntos, siempre se estremecía al sentir su tosquedad. Alberto suspiró en silencio. Siguieron caminando. 
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