martes, agosto 30

Petricor

El petricor colapsaba su olfato y esto le causaba una sensación pletórica de satisfacción absoluta. Con los ojos cerrados aspiraba a fondo el aroma esquivo de la tierra húmeda, húmeda por una lluvia transparente, constante y puntual, que golpeaba su espalda desnuda con una noble constancia que le causaba una risa incipiente acompañada de un dolor punzante. De pronto, al retomar su andar, sintió a la tierra otrora seca e indiferente, regodearse en una danza espesa con el agua, formando un fango borrascoso que se entremezclaba con sus dedos blanquecinos y lo atrapaban a cada paso con una fuerza nueva, que a cada segundo aprisionaba más sus pies desnudos impidiéndole pasos fáciles y obligándolo a arrastrarlos cansinamente. Fue entonces, que comenzó a sentir su espalda reventarse por la constancia insana de las gotas, le hizo abrir los ojos de golpe y quejarse con furia. La lluvia se había convertido en un diluvio bíblico. Vio o creyó ver como las nubes descargaban todo su humor agrio empujando el agua fuera de ellos con rabia y a todas las direcciones posibles, mientras se agitaban unas con otras en una danza de apareamiento bizarra. Él, al descubrirse vulnerable ante la fuerza de la naturaleza quiso huir, intentó anteceder un paso para continuar con el otro logrando tropezarse consigo mismo cayendo de rodillas en el barro neonato. Volvió a cerrar los ojos, esperando que al menos el petricor lo tranquilizase y le infunda nuevas fuerzas que le permitan continuar, evocó sus recuerdos infantiles en la casona del abuelo, en donde el petricor originario de las lluvias de verano activaba su adrenalina haciéndolo sentirse valiente. Sin embargo, la nostalgia no acudió, sucediendo algo horrible al cerrar los párpados e intentar aspirar conscientemente el embriagante olor de la tierra húmeda; aquél olor se había convertido en una esencia espesa, pesada que al concentrarse en cantidades inauditas empezaba a solidificarse en una pestilencia concentrada que lo abrumó al instante hasta instalarse en la totalidad de su cerebro originándole una migraña que le hizo perder el conocimiento. Despertó.

-Otro más- se dijo a sí mismo mientras miraba el percudido techo de su habitación. Tenía aún los dedos de sus pies fuertemente encogidos y los fue relajando conforme fue tomando conocimiento de su realidad mundana y se fue sacudiendo de las últimas sensaciones agobiantes del sueño vívido que acababa de tener.

-Van catorce- pensó con incertidumbre al mismo tiempo que auscultaba con sus largos dedos su liso abdomen izquierdo, sintiendo una pequeña punzada que le hizo cerrar los ojos involuntariamente mientras evocaba con rencor el sueño número once, en el que se vio a sí mismo acorralado entre unos callejones angostos a la puerta de un mercado solitario, siendo perseguido por todos los compañeros que asistían con él a las charlas parroquiales, quienes acompañados de un sujeto sin rostro, que vestía un terno plastificado con corbata celeste lo persiguieron con desesperación por el interior del mercadillo, repleto de escaparates de ropa de segunda mano, haciéndole tropezar frente a un puesto de comida donde encontró a su madre almorzando con parsimonia mientras lo miraba dibujando un rictus de ofuscación. Él quiso detenerse a saludarla, mientras reordenaba sus pensamientos porque en la realidad paralela de sus sueños, la consideraba muerta desde hacía tiempo. Fue en ese momento de cavilación, cuando de pronto sintió en el aire un silbido espectral agitarse por detrás de él, que se introdujo sin pauses en su abdomen izquierdo, mientras sentía discurrir lo caliente de su sangre por su abdomen, pudo voltear levemente para darse cuenta que el hombre sin rostro lo acuchillaba sin piedad. Al despertar aquella mañana, se enteró mediante un mensaje de texto que su mejor amigo había fallecido apuñalado la noche anterior.

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