La conocí un martes distinto a los demás martes que recuerde, porque aquél
día anocheció a las ocho de la noche, alargándose el día sobrenaturalmente
entre cánticos, rezos y lágrimas de feligreses espontáneos que se sorprendieron
rezando ante la inminencia de un fenómeno divino inexplicable. Aquél día el sol
no quiso esconderse a tiempo y se quedó inmóvil como en aquella cita bíblica,
donde se detuvo en lo alto del cielo para permitir a un grupo de israelitas
terminar de ganar una batalla en contra de pueblos rebeldes. Dios destruye
sus propias leyes para ayudar a un puñado de seminómades desnutridos de un
desierto distante. Qué falsa me había parecido aquella fábula hasta la tarde en
la que jugando al fútbol con la collera del barrio, vimos cómo nos habíamos
suspendido en el tiempo, levitando un minuto eterno en el que a pesar de
agotarnos por el esfuerzo deportivo, la hora no avanzaba, el minuto antes del
atardecer seguía estando ahí y el día no quería marcharse.
Tenía el cabello esbelto, largo y oscuro como la noche que no llegaba. Me
sorprendió su mirada exacta, sus ojos abiertos que parecían apreciar cada
detalle nuevo de la vida a pesar de conocerla de antes. Era más alta que yo sin
dudas y así lo comprobé al pasar a su lado al regresar a casa con los amigos,
dado que se encontraba de pie en el portal de lo que pensé era su casa, mirando
una lechuza posada encima de un poste de alumbrado, el cual estaba encendido a
pesar de que no era necesario porque siendo las siete de la noche aún parecían
las cuatro. La miré con disimulo para no despertar en mis amigos el vicio
ocioso de molestarme y espantarla, esperando descubrir algún detalle adicional
de su ser que atrajera mi curiosidad; debió haber sido muy evidente para ella
mi intención, dado que volteó su mirada rápidamente directa a mis ojos,
penetrando sus pupilas en mi alma infantil causándome un temblor felizmente
imperceptible para los demás. Cruzadas las miradas, me inspeccionó raudamente deteniéndose
en mi ombligo descubierto por la camiseta parcialmente alzada con el fin de
refrescar el calor corporal luego de haber jugado. Atisbó una sonrisa tímida al
ver la bifurcación bizarra de mi ombligo, que a diferencia de los demás no era
un orificio circular, sino un orificio elipsoide con una cicatriz que se alzaba
por mi abdomen hasta la altura del pecho. Naturalmente me avergoncé por ello y
bajé mi camiseta al instante a pesar de saber que ya no era observado porque
ella había vuelto a mirar a la lechuza que parecía confundida, intentando
sincronizar su reloj natural con lo diáfano del cielo sin noche. Seguí
caminando, hasta llegar a casa, tres cuadras más adelante, despidiéndome de mis
amigos con cierto grado de inconsciencia. Al cruzar la puerta y saludar a los
tíos con los que vivía repuse en que algo de esa niña se había quedado prendado
en mi cerebro, era su olor a soledad.
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A las ocho con dieciséis minutos, pequeñas gotas comenzaron a desprenderse
de la noche reciente que había traído además de la oscuridad, copiosas nubes
propias de un cielo serrano y que rara vez visitaban el litoral costeño. A
pesar de ello, muchas personas salieron de sus casas con rostros de alivio,
ante la algarabía y tranquilidad de saber que el mundo no acababa esa tarde. Cuando
la lluvia se hizo más fuerte a eso de las once de la noche, más fuerte fue el
ensimismamiento espontáneo que me cogió de sorpresa apenas me acosté; estaba
fascinado ante el descubrimiento de la belleza femenina por primera vez a mis
once años. El ensimismamiento me acompañó incluso en sueños; en donde inconscientemente
la recree en decenas de situaciones, y en todas ellas éramos felices cada vez
que ella miraba mi ombligo y se reía curiosamente, aunque no pude borrar de mis
sueños la presencia transparente de la lechuza y el sonido impertérrito de la
lluvia que en contra de lo que normalmente acontece aquí, se extendió durante
toda la noche hasta las nueve de la mañana del día siguiente, dejando una
sensación de humedad que penetraba las paredes de la casa y se materializaba en
charcos regados en las esquinas más inverosímiles del hogar.
Cuatro días más tarde, la impresión de haberla visto había disminuido. Entre
las tareas de colegio, los juegos frente a la computadora, y las labores
domésticas que mis tíos siempre se encargaban de darme, su presencia antes
sólida se había difuminado en un recuerdo gaseoso que me asaltaba con menos
intensidad que al principio. Sin embargo, aquél sábado por la mañana percibí de improviso un aroma
solitario que reactivó mis ensoñaciones y me trasladó a un estadío de vigilia
inmediato. Su nítido aroma infeliz de soledad absoluta llenó todos los ámbitos
de la casa haciendo que mi corazón confundiera la frecuencia de sus latidos.
Luego, un sonido de trompeta acompañado de una percusión sorda me estremeció al
punto del llanto, llanto que la propia trompeta parecía proferir por la hermosa
capacidad de su ejecutante, que rascaba sonidos solemnes y tristes que parecían
abrir sin rescoldos viejas heridas en las personas como si se tratase de una
navaja, con el único fin de hacerlas llorar. De pronto, golpes tenues se
escucharon en la puerta; al abrirla me topé de lleno con la mirada precisa de
ella, quien en un acto reflejo respondió al chirrido de mi puerta, observándome
por sobre el llanto de sus ojos, triste, mientras me invitaba con un gesto
sutil ver a las personas que la acompañaban y que estaban por doblar la
esquina.
Desearía nunca haber salido. Desearía haber sido capaz de sobreponerme a la
emoción que embargaba mis entrañas y cerrar la puerta no sin antes ofrecer mis
disculpas para continuar con las labores domésticas cotidianas y olvidar todo
lo que pasó aquella tarde. Pero no. La mirada precisa que me clavó desarmó mi
sentido común y no supe en qué momento yo también estaba doblando la esquina,
arrastrado por el impulso ciego de seguir un ataúd perlado que cargaban cuatro
hombres idénticos en su andar, en su porte y en sus gestos de cansancio. No
repuse en quien podría ser el difunto, dado que apenas tomé conciencia de mi
andar, busqué rápidamente con la mirada a ella, quien se encontraba con la
cabeza gacha unos tres metros delante mío. No intenté acercarme, pensé en
respetar su dolor dando por sentado que el entierro era de algún familiar suyo y
planifiqué conversar con ella al finalizar el mismo; en cambio, decidí no
perderla de vista, cuidando mis pasos para que no se sintiera perseguida,
disimulando la opresión de mi pecho cada vez que por un descuido dejaba de
verla. Una hora más tarde habíamos abandonado las avenidas, calles, jirones y
callejones que conocía hasta entonces. A mis once años no tenía la libertad
suficiente para embarcarme en los avezados paseos que hacían mis amigos una vez
al mes hasta la vuelta del cerro que se encontraba por encima de toda la
urbanización en donde vivíamos. Me conformaba entonces con las descripciones
que hacían al volver, aunque cada una de ellas difería en los detalles más
elementales de acuerdo a quien preguntaba. Para Joaquín, el cerro estaba lleno
de pasto semi seco que dejaba caminar con comodidad por largos tramos, para
Fernando el terreno era terroso y llegaba un punto en que la inclinación era
tal que no se podía avanzar sin tener que agarrarse del mismo suelo para no
caer, para Alberto lo curioso eran las bifurcaciones que se abrían una vez
terminaba el camino asentado, era él quien animaba a los demás a explorar
caminos nuevos cada vez y aunque todos los caminos se parecían en su apatía,
alguna vez encontraron rarezas como pequeños hilos de agua que brotaban desde
el interior de las rocas o pequeñas conchas marinas regadas a pesar de
encontrarse a no menos de diez kilómetros de la playa más cercana.
Por ello, una vez salimos de la urbanización y nos adentramos a la
periferia que rondaba el inicio del cerro crudo, intenté recordar las decenas
de relatos de mis amigos, y a pesar de recordarlas ninguna me parecía
significativa en ese momento, dejándome arrastrar pasivamente por entre las
disímiles casas de cartón sin ventanas adornadas con tanques de polietileno azul para llenar agua en lugar
de los tradicionales jardines a las afueras de sus casas. Lo curioso es que
parecía que nadie reparaba en nuestro andar, y más curioso aún era que aquello
no me sorprendía. Parecía drogado.
Poco a poco las casas se iban esparciendo en distancia hasta pasar por la
última choza claramente abandonada porque al mirar el candado de su puerta,
éste se había corrugado en un pedazo de metal oxidado que no servía ni para
asegurar la casa, ni para abrirla. Más adelante, el camino de tierra asentado
se hizo menos consistente y el andar continuo hizo que un polvo amarillo seco
se levantara alrededor de nosotros como nubes menudas que nos envolvían; estas
partículas me hacían toser pero parecía ser el único al que lo afectaba porque
todos los demás incluyendo la anónima niña a la que seguía lucían
imperturbables. La tos pareció sacudir mis sentidos, porque después de una
caminata tan larga recién reparé en que era el único niño del cortejo fúnebre y
que además era el único en no estar de un luto riguroso y más bien caminaba con
sandalias enterradas por el polvo que habían blanqueado mis desnudos pies. Me
asusté. Comprendí lo lejos que estaba de casa y lo estúpido que había resultado
dejarme guiar por desconocidos hasta la loma. Entonces, me acerqué sigiloso a
ella, deseando saber por qué me había buscado, ¿a dónde íbamos?, ¿quién había
muerto?, ¿quién era ella? Logré caminar a su lado izquierdo y entonces con
nervios renovados murmuré: ¡Hola! No respondió. Sólo me dedicó la misma mirada exacta
que ya conocía, pero esta vez tenía una
lágrima contenida en su pupila que me estremeció porque me vi reflejado
en ella como si de un espejo se tratase. La abracé impulsivamente, sintiendo su
cuerpo menudo junto al mío. No pareció inmutarse, aunque sí se detuvo porque la
contuve con mi cuerpo. Estuve por preguntarle qué estaba pasando aquí, pero caí
en cuenta que los detenidos no éramos solamente nosotros. Todo el cortejo,
incluida la música fúnebre se había detenido al unísono.
-No se toca al sacrificio- de pronto pronunciaron al unísono los cuatro
cargadores del ataúd. Su voz potenciada por el eco de lo solitario del camino
escarapeló mi cuerpo. Aun así no comprendí con exactitud a qué se referían con el sacrificio y de todas maneras no me
importó porque mayor desazón me causó que ella se alejara de mí nuevamente
poniéndose a tres metros de distancia y retomando todos el andar parsimonioso.
Entonces, una sensación agobiante impregnó mi cerebro al terminar de procesar
lo bizarro de la situación. De golpe comencé a sentir el frío de las siete de
la noche y me alarmé al darme cuenta que no había estado caminando durante hora
y media como había calculado, sino cerca de ocho horas sin parar, por un lugar
ahora sí totalmente desconocido. La idea de estar con personas extrañas, en un
lugar recóndito y a portas de presenciar algo que cuando menos no parecía ser
bueno me sobrecogió.
Media hora más tarde, y con el agobio a flor de piel, el camino empinado se
interrumpió abruptamente. De pronto ya no estábamos subiendo sino bajando. Quise
volver. Quise darme media vuelta y regresar corriendo a casa para sentirme
seguro, de hecho lo intenté con todas mis fuerzas o eso pensé, pero los pies sólo
respondían al incansable llamado de seguir adelante. Era imposible escapar y
esto no hacía más que acrecentar el nerviosismo y la ansiedad que me carcomía
entero. Diez minutos después por fin nos detuvimos y de pronto sin que pudiera preverlo,
el encantamiento que me mantenía atado a ese cortejo fúnebre deambulante se rompió.
Así, como si se tratase de un baldazo de agua helada sorpresiva, mi cuerpo
sintió los estragos de la larga caminata que hasta el momento parecía
desconocer, en primera los pies me dolieron horriblemente así que caí sentado
para poder masajearlos y entonces sentí todo mi cuerpo agarrotado y apaleado.
Al levantar la vista, vi la luna llena naciente que se había posado con
suavidad en el cielo oscuro y despejado, pude observar estrellas nuevas, que
nunca antes había visto. De hecho, estaba acostumbrada a ver las estrellas cada
vez que los atentados terroristas volaban torres de alta tensión, algo por
entonces, común; sin embargo, estas estrellas eran nuevas, distintas, fulgurantes,
con una luminosidad superlativa, que parecían haber nacido recién y por ende su
luz se sentía palpitante y vigorosa; la luminosidad de la noche me reconfortó
en cierta medida haciendo olvidar por unos instantes la larga caminata que
había realizado.
-Es un sueño -pensé, cerré los ojos y comencé a repetir esto último como si
de un mantra se tratara, pero al abrirlos el panorama no cambiaba. Entonces al
reincorporarme con el cuerpo golpeado observé dónde nos encontrábamos; era un
descampado irregular, que tenía centenares de piedras puestas como si se
hubiese existido alguna lluvia de rocas que las había insertado en el terreno
en algún momento, también observé que al lado de muchas de estas piedras habían
cruces de madera puestas con inscripciones de letras ilegibles: era un
cementerio rústico. A una distancia de 20 metros vi a los cuatro cargadores del
ataúd, además a seis hombres adultos, cuatro señoras con el rostro cubierto,
cinco músicos de baja estatura, y a ella confundida entre las señoras. Todos iban vestidos de riguroso negro. Los cargadores caminaban aún con el ataúd en sus hombros hasta
que se detuvieron al encontrar una piedra puesta horizontalmente, lisa y con
una extensión de seis metros, entonces cuidadosamente colocaron el cajón ahí. Luego, estos
hombres sin mostrar ningún gesto de cansancio a pesar del esfuerzo que
conllevaba haber llevado un cajón de madera durante largas horas, posaron una
mirada estricta sobre ella. Los escalofríos volvieron, al recordar la palabra
sacrificio.
Cerré los puños, libre ya de la parálisis que me había embargado durante
todo el viaje, tomé la decisión de acercarme a ella sin reparos, no di más de
20 pasos hasta que me coloqué detrás de ella y le susurré –Hay que irnos, hay
que correr–. No respondió. Hizo como si no me escuchase y murmuró algunas
palabras con las señoras que se encontraban junto a ella y quienes
aparentemente no habían reparado en mí. Las señoras se acercaron en
dirección a la piedra donde se encontraba el ataúd y ella suspiró. Fue un
suspiro amplio y sobrecogedor que pareció entristecer la noche porque un viento
helado comenzó a correr sin pausa alrededor nuestro. Entonces volteó a verme
una vez más con su mirada exacta, pero esta vez sin ningún atisbo de tristeza,
melancolía o soledad que antes denotaba. Ahora era una mirada impertérrita,
sólida, de terror.
Entonces sucedió. Los músicos volvieron a
rasgar con melodías tristes la noche, y un manto adormecedor cubrió mi
cuerpo desde mis pies hasta mi cabello despeinado. La paz se había ido para
siempre, y la desesperanza quebró mis emociones al punto de producirme un
llanto desconsolado, a lágrima viva, sin entender por qué estaba llorando. A su
vez, las señoras emprendieron nuevo llanto y sentí como de pronto levitaba por
los aires, siendo cargado por los hombres adultos que me llevaban con una
facilidad inaudita, pareciendo que mi cuerpo había perdido gravidez. No lo
entendía. O quizás sí lo entendía pero no quería aceptarlo. Me estaban llevando
al ataúd perlado, era mi ataúd. Era mi entierro. El sacrificio del que habían hablado
antes no era ella, era yo. ¿Por qué? Alcance a pensar dentro de la turbación de
mi espíritu. Ella aclaró la voz como si habría escuchado mi pensamiento y
entonces conocí su voz. Una voz destemplada y casi sorda como la de una
anciana: “Desde tu nacimiento eres tú. Un niño enmantillado que hemos buscado desde
hace más de doscientos años cuando la costumbre se perdió, necesitaba a un niño
enmantillado y ahora estás aquí, lo supe apenas te vi hace tres días con la
cicatriz de tu ombligo”. – ¿Qué es enmantillado? Alcancé a preguntarle débilmente
con el pensamiento. Ella ya no respondió, pero con un gesto de su mirada, una clarividencia
se despejó en mi mente y recordé el día de mi nacimiento, cuando salí del
vientre de mi madre envuelto en una cápsula de tejido humano sin romper, había
nacido con la placenta intacta, y es por este motivo que mi madre falleció
apenas salí de su útero.
Me acostaron sobre el ataúd y a pesar de tener muchas preguntas aún en mi
cabeza y estar a punto de formularlas, de golpe mis recuerdos se cerraron y se
perdieron juntamente con las estrellas y la luna. La noche, al igual que mi
conciencia se había cerrado de improviso. Mi respiración cambió de compás y
comencé a agitarme ante lo claustrofóbico del cajón angosto en donde me habían
depositado. Volví a ver la lechuza agitarse imponente por el cielo oscuro. No pude más. Cerré los ojos.