viernes, junio 30

Olor a soledad

La conocí un martes distinto a los demás martes que recuerde, porque aquél día anocheció a las ocho de la noche, alargándose el día sobrenaturalmente entre cánticos, rezos y lágrimas de feligreses espontáneos que se sorprendieron rezando ante la inminencia de un fenómeno divino inexplicable. Aquél día el sol no quiso esconderse a tiempo y se quedó inmóvil como en aquella cita bíblica, donde se detuvo en lo alto del cielo para permitir a un grupo de israelitas terminar de ganar una batalla en contra de pueblos rebeldes. Dios destruye sus propias leyes para ayudar a un puñado de seminómades desnutridos de un desierto distante. Qué falsa me había parecido aquella fábula hasta la tarde en la que jugando al fútbol con la collera del barrio, vimos cómo nos habíamos suspendido en el tiempo, levitando un minuto eterno en el que a pesar de agotarnos por el esfuerzo deportivo, la hora no avanzaba, el minuto antes del atardecer seguía estando ahí y el día no quería marcharse.

Tenía el cabello esbelto, largo y oscuro como la noche que no llegaba. Me sorprendió su mirada exacta, sus ojos abiertos que parecían apreciar cada detalle nuevo de la vida a pesar de conocerla de antes. Era más alta que yo sin dudas y así lo comprobé al pasar a su lado al regresar a casa con los amigos, dado que se encontraba de pie en el portal de lo que pensé era su casa, mirando una lechuza posada encima de un poste de alumbrado, el cual estaba encendido a pesar de que no era necesario porque siendo las siete de la noche aún parecían las cuatro. La miré con disimulo para no despertar en mis amigos el vicio ocioso de molestarme y espantarla, esperando descubrir algún detalle adicional de su ser que atrajera mi curiosidad; debió haber sido muy evidente para ella mi intención, dado que volteó su mirada rápidamente directa a mis ojos, penetrando sus pupilas en mi alma infantil causándome un temblor felizmente imperceptible para los demás. Cruzadas las miradas, me inspeccionó raudamente deteniéndose en mi ombligo descubierto por la camiseta parcialmente alzada con el fin de refrescar el calor corporal luego de haber jugado. Atisbó una sonrisa tímida al ver la bifurcación bizarra de mi ombligo, que a diferencia de los demás no era un orificio circular, sino un orificio elipsoide con una cicatriz que se alzaba por mi abdomen hasta la altura del pecho. Naturalmente me avergoncé por ello y bajé mi camiseta al instante a pesar de saber que ya no era observado porque ella había vuelto a mirar a la lechuza que parecía confundida, intentando sincronizar su reloj natural con lo diáfano del cielo sin noche. Seguí caminando, hasta llegar a casa, tres cuadras más adelante, despidiéndome de mis amigos con cierto grado de inconsciencia. Al cruzar la puerta y saludar a los tíos con los que vivía repuse en que algo de esa niña se había quedado prendado en mi cerebro, era su olor a soledad.

Visto en nalgasylibros.com


A las ocho con dieciséis minutos, pequeñas gotas comenzaron a desprenderse de la noche reciente que había traído además de la oscuridad, copiosas nubes propias de un cielo serrano y que rara vez visitaban el litoral costeño. A pesar de ello, muchas personas salieron de sus casas con rostros de alivio, ante la algarabía y tranquilidad de saber que el mundo no acababa esa tarde. Cuando la lluvia se hizo más fuerte a eso de las once de la noche, más fuerte fue el ensimismamiento espontáneo que me cogió de sorpresa apenas me acosté; estaba fascinado ante el descubrimiento de la belleza femenina por primera vez a mis once años. El ensimismamiento me acompañó incluso en sueños; en donde inconscientemente la recree en decenas de situaciones, y en todas ellas éramos felices cada vez que ella miraba mi ombligo y se reía curiosamente, aunque no pude borrar de mis sueños la presencia transparente de la lechuza y el sonido impertérrito de la lluvia que en contra de lo que normalmente acontece aquí, se extendió durante toda la noche hasta las nueve de la mañana del día siguiente, dejando una sensación de humedad que penetraba las paredes de la casa y se materializaba en charcos regados en las esquinas más inverosímiles del hogar.

Cuatro días más tarde, la impresión de haberla visto había disminuido. Entre las tareas de colegio, los juegos frente a la computadora, y las labores domésticas que mis tíos siempre se encargaban de darme, su presencia antes sólida se había difuminado en un recuerdo gaseoso que me asaltaba con menos intensidad que al principio. Sin embargo, aquél sábado por  la mañana percibí de improviso un aroma solitario que reactivó mis ensoñaciones y me trasladó a un estadío de vigilia inmediato. Su nítido aroma infeliz de soledad absoluta llenó todos los ámbitos de la casa haciendo que mi corazón confundiera la frecuencia de sus latidos. Luego, un sonido de trompeta acompañado de una percusión sorda me estremeció al punto del llanto, llanto que la propia trompeta parecía proferir por la hermosa capacidad de su ejecutante, que rascaba sonidos solemnes y tristes que parecían abrir sin rescoldos viejas heridas en las personas como si se tratase de una navaja, con el único fin de hacerlas llorar. De pronto, golpes tenues se escucharon en la puerta; al abrirla me topé de lleno con la mirada precisa de ella, quien en un acto reflejo respondió al chirrido de mi puerta, observándome por sobre el llanto de sus ojos, triste, mientras me invitaba con un gesto sutil ver a las personas que la acompañaban y que estaban por doblar la esquina.

Desearía nunca haber salido. Desearía haber sido capaz de sobreponerme a la emoción que embargaba mis entrañas y cerrar la puerta no sin antes ofrecer mis disculpas para continuar con las labores domésticas cotidianas y olvidar todo lo que pasó aquella tarde. Pero no. La mirada precisa que me clavó desarmó mi sentido común y no supe en qué momento yo también estaba doblando la esquina, arrastrado por el impulso ciego de seguir un ataúd perlado que cargaban cuatro hombres idénticos en su andar, en su porte y en sus gestos de cansancio. No repuse en quien podría ser el difunto, dado que apenas tomé conciencia de mi andar, busqué rápidamente con la mirada a ella, quien se encontraba con la cabeza gacha unos tres metros delante mío. No intenté acercarme, pensé en respetar su dolor dando por sentado que el entierro era de algún familiar suyo y planifiqué conversar con ella al finalizar el mismo; en cambio, decidí no perderla de vista, cuidando mis pasos para que no se sintiera perseguida, disimulando la opresión de mi pecho cada vez que por un descuido dejaba de verla. Una hora más tarde habíamos abandonado las avenidas, calles, jirones y callejones que conocía hasta entonces. A mis once años no tenía la libertad suficiente para embarcarme en los avezados paseos que hacían mis amigos una vez al mes hasta la vuelta del cerro que se encontraba por encima de toda la urbanización en donde vivíamos. Me conformaba entonces con las descripciones que hacían al volver, aunque cada una de ellas difería en los detalles más elementales de acuerdo a quien preguntaba. Para Joaquín, el cerro estaba lleno de pasto semi seco que dejaba caminar con comodidad por largos tramos, para Fernando el terreno era terroso y llegaba un punto en que la inclinación era tal que no se podía avanzar sin tener que agarrarse del mismo suelo para no caer, para Alberto lo curioso eran las bifurcaciones que se abrían una vez terminaba el camino asentado, era él quien animaba a los demás a explorar caminos nuevos cada vez y aunque todos los caminos se parecían en su apatía, alguna vez encontraron rarezas como pequeños hilos de agua que brotaban desde el interior de las rocas o pequeñas conchas marinas regadas a pesar de encontrarse a no menos de diez kilómetros de la playa más cercana.

Por ello, una vez salimos de la urbanización y nos adentramos a la periferia que rondaba el inicio del cerro crudo, intenté recordar las decenas de relatos de mis amigos, y a pesar de recordarlas ninguna me parecía significativa en ese momento, dejándome arrastrar pasivamente por entre las disímiles casas de cartón sin ventanas adornadas con tanques  de polietileno azul para llenar agua en lugar de los tradicionales jardines a las afueras de sus casas. Lo curioso es que parecía que nadie reparaba en nuestro andar, y más curioso aún era que aquello no me sorprendía. Parecía drogado.

Poco a poco las casas se iban esparciendo en distancia hasta pasar por la última choza claramente abandonada porque al mirar el candado de su puerta, éste se había corrugado en un pedazo de metal oxidado que no servía ni para asegurar la casa, ni para abrirla. Más adelante, el camino de tierra asentado se hizo menos consistente y el andar continuo hizo que un polvo amarillo seco se levantara alrededor de nosotros como nubes menudas que nos envolvían; estas partículas me hacían toser pero parecía ser el único al que lo afectaba porque todos los demás incluyendo la anónima niña a la que seguía lucían imperturbables. La tos pareció sacudir mis sentidos, porque después de una caminata tan larga recién reparé en que era el único niño del cortejo fúnebre y que además era el único en no estar de un luto riguroso y más bien caminaba con sandalias enterradas por el polvo que habían blanqueado mis desnudos pies. Me asusté. Comprendí lo lejos que estaba de casa y lo estúpido que había resultado dejarme guiar por desconocidos hasta la loma. Entonces, me acerqué sigiloso a ella, deseando saber por qué me había buscado, ¿a dónde íbamos?, ¿quién había muerto?, ¿quién era ella? Logré caminar a su lado izquierdo y entonces con nervios renovados murmuré: ¡Hola! No respondió. Sólo me dedicó la misma mirada exacta que ya conocía, pero esta vez tenía una  lágrima contenida en su pupila que me estremeció porque me vi reflejado en ella como si de un espejo se tratase. La abracé impulsivamente, sintiendo su cuerpo menudo junto al mío. No pareció inmutarse, aunque sí se detuvo porque la contuve con mi cuerpo. Estuve por preguntarle qué estaba pasando aquí, pero caí en cuenta que los detenidos no éramos solamente nosotros. Todo el cortejo, incluida la música fúnebre se había detenido al unísono.

-No se toca al sacrificio- de pronto pronunciaron al unísono los cuatro cargadores del ataúd. Su voz potenciada por el eco de lo solitario del camino escarapeló mi cuerpo. Aun así no comprendí con exactitud a qué se referían con el sacrificio y de todas maneras no me importó porque mayor desazón me causó que ella se alejara de mí nuevamente poniéndose a tres metros de distancia y retomando todos el andar parsimonioso. Entonces, una sensación agobiante impregnó mi cerebro al terminar de procesar lo bizarro de la situación. De golpe comencé a sentir el frío de las siete de la noche y me alarmé al darme cuenta que no había estado caminando durante hora y media como había calculado, sino cerca de ocho horas sin parar, por un lugar ahora sí totalmente desconocido. La idea de estar con personas extrañas, en un lugar recóndito y a portas de presenciar algo que cuando menos no parecía ser bueno me sobrecogió.

Media hora más tarde, y con el agobio a flor de piel, el camino empinado se interrumpió abruptamente. De pronto ya no estábamos subiendo sino bajando. Quise volver. Quise darme media vuelta y regresar corriendo a casa para sentirme seguro, de hecho lo intenté con todas mis fuerzas o eso pensé, pero los pies sólo respondían al incansable llamado de seguir adelante. Era imposible escapar y esto no hacía más que acrecentar el nerviosismo y la ansiedad que me carcomía entero. Diez minutos después por fin nos detuvimos y de pronto sin que pudiera preverlo, el encantamiento que me mantenía atado a ese cortejo fúnebre deambulante se rompió. Así, como si se tratase de un baldazo de agua helada sorpresiva, mi cuerpo sintió los estragos de la larga caminata que hasta el momento parecía desconocer, en primera los pies me dolieron horriblemente así que caí sentado para poder masajearlos y entonces sentí todo mi cuerpo agarrotado y apaleado.

Al levantar la vista, vi la luna llena naciente que se había posado con suavidad en el cielo oscuro y despejado, pude observar estrellas nuevas, que nunca antes había visto. De hecho, estaba acostumbrada a ver las estrellas cada vez que los atentados terroristas volaban torres de alta tensión, algo por entonces, común; sin embargo, estas estrellas eran nuevas, distintas, fulgurantes, con una luminosidad superlativa, que parecían haber nacido recién y por ende su luz se sentía palpitante y vigorosa; la luminosidad de la noche me reconfortó en cierta medida haciendo olvidar por unos instantes la larga caminata que había realizado.

-Es un sueño -pensé, cerré los ojos y comencé a repetir esto último como si de un mantra se tratara, pero al abrirlos el panorama no cambiaba. Entonces al reincorporarme con el cuerpo golpeado observé dónde nos encontrábamos; era un descampado irregular, que tenía centenares de piedras puestas como si se hubiese existido alguna lluvia de rocas que las había insertado en el terreno en algún momento, también observé que al lado de muchas de estas piedras habían cruces de madera puestas con inscripciones de letras ilegibles: era un cementerio rústico. A una distancia de 20 metros vi a los cuatro cargadores del ataúd, además a seis hombres adultos, cuatro señoras con el rostro cubierto, cinco músicos de baja estatura, y a ella confundida entre las señoras. Todos iban vestidos de riguroso negro. Los cargadores caminaban aún con el ataúd en sus hombros hasta que se detuvieron al encontrar una piedra puesta horizontalmente, lisa y con una extensión de seis metros, entonces cuidadosamente colocaron el cajón ahí. Luego, estos hombres sin mostrar ningún gesto de cansancio a pesar del esfuerzo que conllevaba haber llevado un cajón de madera durante largas horas, posaron una mirada estricta sobre ella. Los escalofríos volvieron, al recordar la palabra sacrificio.

Cerré los puños, libre ya de la parálisis que me había embargado durante todo el viaje, tomé la decisión de acercarme a ella sin reparos, no di más de 20 pasos hasta que me coloqué detrás de ella y le susurré –Hay que irnos, hay que correr–. No respondió. Hizo como si no me escuchase y murmuró algunas palabras con las señoras que se encontraban junto a ella y quienes aparentemente no habían reparado en mí. Las señoras se acercaron en dirección a la piedra donde se encontraba el ataúd y ella suspiró. Fue un suspiro amplio y sobrecogedor que pareció entristecer la noche porque un viento helado comenzó a correr sin pausa alrededor nuestro. Entonces volteó a verme una vez más con su mirada exacta, pero esta vez sin ningún atisbo de tristeza, melancolía o soledad que antes denotaba. Ahora era una mirada impertérrita, sólida, de terror.

Entonces sucedió. Los músicos volvieron a  rasgar con melodías tristes la noche, y un manto adormecedor cubrió mi cuerpo desde mis pies hasta mi cabello despeinado. La paz se había ido para siempre, y la desesperanza quebró mis emociones al punto de producirme un llanto desconsolado, a lágrima viva, sin entender por qué estaba llorando. A su vez, las señoras emprendieron nuevo llanto y sentí como de pronto levitaba por los aires, siendo cargado por los hombres adultos que me llevaban con una facilidad inaudita, pareciendo que mi cuerpo había perdido gravidez. No lo entendía. O quizás sí lo entendía pero no quería aceptarlo. Me estaban llevando al ataúd perlado, era mi ataúd. Era mi entierro. El sacrificio del que habían hablado antes no era ella, era yo. ¿Por qué? Alcance a pensar dentro de la turbación de mi espíritu. Ella aclaró la voz como si habría escuchado mi pensamiento y entonces conocí su voz. Una voz destemplada y casi sorda como la de una anciana: “Desde tu nacimiento eres tú. Un niño enmantillado que hemos buscado desde hace más de doscientos años cuando la costumbre se perdió, necesitaba a un niño enmantillado y ahora estás aquí, lo supe apenas te vi hace tres días con la cicatriz de tu ombligo”. – ¿Qué es enmantillado? Alcancé a preguntarle débilmente con el pensamiento. Ella ya no respondió, pero con un gesto de su mirada, una clarividencia se despejó en mi mente y recordé el día de mi nacimiento, cuando salí del vientre de mi madre envuelto en una cápsula de tejido humano sin romper, había nacido con la placenta intacta, y es por este motivo que mi madre falleció apenas salí de su útero.

Me acostaron sobre el ataúd y a pesar de tener muchas preguntas aún en mi cabeza y estar a punto de formularlas, de golpe mis recuerdos se cerraron y se perdieron juntamente con las estrellas y la luna. La noche, al igual que mi conciencia se había cerrado de improviso. Mi respiración cambió de compás y comencé a agitarme ante lo claustrofóbico del cajón angosto en donde me habían depositado. Volví a ver la lechuza agitarse imponente por el cielo oscuro. No pude más. Cerré los ojos.

martes, junio 13

Contando Historias

Texto publicado en https://medium.com/@jcoco2515/contando-historias-f91de86649a un nuevo canal donde también publicaré escritos un tanto más espontáneos

Desde el 2015, aperturé un blog denominado “El Eterno Diletante” con la intención de contar las historias que asaltaban mi ser de cuando en cuando e intentar así visibilizar mi incipiente literatura al escrutinio de amigos, conocidos y todo aquél que por mera casualidad termine leyendo alguno de mis escritos.
Pasado dos años, desafortunadamente, por falta de tiempo y en parte -como verán más adelante- por falta de inspiración, mi producción ha sido menor en número; no obstante, sí ha servido como vía canalizadora para desfogar mi alma y materializar los demonios que llevo adentro. Contar historias es eso, una expresión de nuestro íntimo ser, mediante vivencias creadas por la voluntad dictatorial de nuestra imaginación, que una vez puestas a andar se desenvuelven con personalidad propia, tomando decisiones que muchas veces contradicen el ánimo original con el que fueron creadas. 

De todas formas, en un intento sordo de manifestar lo que siento, lo que deseo, lo que me interesa, me motiva y me inspira; he abierto este canal a la par del blog, deseando aferrarme a la faena de escribidor como un náufrago se abraza a la única esperanza que le brinda un pedazo de madero flotante en la mar. En este caso, el pedazo de madero es el cuaderno azul que me acompaña desde hace dos años y en donde inserto las inspiraciones espontáneas que luego desarrollaré, y la mar es el día a día que me inunda con su cotidianidad arrastrándome al conformismo de la rutina.

miércoles, junio 7

Banderas y más banderas.¿Por qué nuestra bandera es rojiblanca?

Apropósito de las celebraciones del Día de la Bandera en nuestro país, conmemorando la Batalla de Arica y por ende el valiente heroísmo y sacrificio de Francisco Bolognesi y en menor medida de Alfonso Ugarte (este último merece un artículo propio aparte). Me ha parecido interesante dar desde aquí, un breve repaso histórico al origen de este pedazo de tela tan significativo al que llamamos bandera y que motiva una parafernalia superlativa y el sacrificio de muchas personas a lo largo del mundo.

Si nos ponemos a revisar en Google o en nuestros libros de geografía, veremos que cada país ha decidido representarse a sí mismo mediante una bandera. Mucho más curioso resulta revisar la historia de cada una de estas banderas, encontrando en algunos casos, similitudes regionales llamativas. Por ejemplo, si revisan las banderas del norte de Europa (Islandia, Noruega, Suecia, Finlandia, Islandia, Dinamarca, Islas Feroe y Aland), encontrarán que todas parecen haber sido diseñadas por la misma persona, dado que cada una de ellas tiene una cruz recaída a la izquierda de la bandera, diferenciándose solamente por los colores; y esto se debe a que la Cruz de San Olaf o Cruz Escandinava es un símbolo cultural de cristiandad que conquistó estas tierras desplazando de a pocos la mitología vikinga hasta implantarse totalmente. Otro hecho interesante es el que nos brinda las banderas de nuestros países vecinos de Venezuela, Colombia y Ecuador que como todos sabemos utilizan prácticamente una misma bandera, compartiendo los tres colores que en su momento ideó Francisco de Miranda allá en 1806 cuando se fundaba el extinto país de la Gran Colombia.

Repasando rápidamente el origen de las banderas vemos que, la primera bandera de la que se tiene conocimiento y la cual se encuentra documentada históricamente, apareció en el Imperio Persa durante la Dinastía Aqueménide unos cinco siglos antes de nuestra era, dinastía que por cierto no duró más de dos siglos debido a la invasión de Alejandro Magno allá por el 331 a.E. La bandera representativa de este imperio es la denominada Derafsh Kaviani, bandera que también apareció en el Imperio Sasánida entre los años 224 a 651 de nuestra era, imperio que se desenvolvió en lo que hoy es Irán, motivo por el cual se la considera como la primera bandera de éste país. Posteriormente, fueron las legiones romanas durante el Imperio Romano quienes con el fin de identificarse se representaban mediante el vexillum, la cual era una suerte de estandarte vertical que tenía la imagen de algún animal y que servían tanto para identificar a las legiones, así como para reunirlos en batalla formando vexillationes., o lo que hoy se llamaría destacamentos. Estos estandartes fueron evolucionando de manera paulatina hasta encontrar similitudes con las banderas que conocemos hoy en día. Siguiendo entonces esta natural evolución, la práctica de utilizar estandartes con fines de identificación fue ganando cotidianeidad y pronto se utilizaron para diferenciar símbolos de religiones, clases sociales, instituciones y demás, encontrando una particular importancia cuando el comercio marítimo fue más frecuente, logrando así reconocer las nacionalidades de los barcos desde distancias considerables. Desde entonces, se utilizan banderas para representar casi cualquier grupo social, extendiéndose ésta práctica a lo largo del globo.

Bandera de Derafsh Kaviani.

Ahora, centrándonos un poco en la realidad nacional ¿cómo llegó a ser la bandera peruana roja y blanca? ¿Qué criterio se utilizó para la elección de estos colores? En este extremo, y antes de esbozar cualquier idea, debo aclarar que mi intención no es hacer un ejercicio ocioso de repetición sobre la supuesta inspiración a duermevela de José de San Martín mientras dormía en Paracas, o un repaso sobre las modificaciones de la bandera tanto en 1822, en 1825 o en 1950 con Odría. Lo que aquí quiero es especular de manera breve sobre cuál considero el origen más probable de la rojiblanca que tantas buenas canciones criollas ha motivado. De plano, la versión literaria de Ricardo Palma sobre el sueño de San Martín debe ser rechazada por muy inspiradora que resulte, dado su nulo sustento histórico. Pasado esto, existe una versión bastante curiosa del historiador Mario Felipe Paz Soldán el cual sostiene que San Martín al haber libertado a Argentina y Chile, tomó un color de la bandera de cada país (blanco y rojo respectivamente) y creó la bandera nacional. Particularmente me niego a creer que San Martín quiso ahorrarse el trabajo de pensar y decidió hacer una mezcolanza de banderas ya existentes sin brindarle mayor significación a la nueva imagen de lo que sería el Virreinato del Perú. Además, recordando un poco la intencionalidad del libertador de que el naciente país peruano se mantenga unido a la corona mediante una Monarquía Constitucional, caigo en cuenta que los colores utilizados en la bandera peruana guardan una roja similitud con la bandera de la Corona de Castilla  que en efecto era roja y blanca. Asimismo la disposición de las cuatro líneas diagonales que aparecen en la primera bandera del Perú independiente, innegablemente guardan un parecido al emblema de los ejércitos españoles: la Cruz de Borgoña. Entonces, sí. Sospecho que José de San Martín, le hizo guiños muy fuertes a la corona española para dar a entender cuáles eran sus intenciones una vez finalizada la guerra civil con consecuencias independentistas en el Perú. Se ha sumado a esta teoría, defendida también por Jorge Fernández Stoll, que el rojo representa además del emblema del rey, la Mascaipacha Inca. Sobre esto, la referencia es bastante romántica y le daría cierta prestancia al actual rojo de nuestro símbolo patrio; no obstante no he encontrado referencias históricas sustentadas de que tan informado estaba San Martin sobre la Mascaipacha Inca, y por ende, qué tan importante era para él, rescatar y reafirmar valores indígenas en un conflicto de criollos. Porque sí, la independencia peruana, nunca se trató de independizar a los indígenas peruanos del yugo español. Se trató de un reacomodo de la posición de los criollos ante la pérdida de dominio español en sus territorios de ultramar.

Emblema de la cruz de Borgoña


Antes de cerrar este breve escrito, quiero señalar que mi intención con este tipo de artículos es abrir el debate y no pretender atribuirme verdades absolutas a prueba de errores. Al mismo tiempo, si he caído en alguna imprecisión histórica estoy abierto a corregirla si es debidamente probada. ¡Estamos para aprender! Por último, dejo la bandera peruana siendo portada por Francisco Boza en la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos Río 2016. ¡Qué orgullo!

Visto en vivelohoy.com







Tweets por el @jcoco2515.