El petricor colapsaba su olfato y esto le causaba una sensación pletórica
de satisfacción absoluta. Con los ojos cerrados aspiraba a fondo el aroma
esquivo de la tierra húmeda, húmeda por una lluvia transparente, constante y
puntual, que golpeaba su espalda desnuda con una noble constancia que le
causaba una risa incipiente acompañada de un dolor punzante. De pronto, al
retomar su andar, sintió a la tierra otrora seca e indiferente, regodearse en
una danza espesa con el agua, formando un fango borrascoso que se entremezclaba
con sus dedos blanquecinos y lo atrapaban a cada paso con una fuerza nueva, que
a cada segundo aprisionaba más sus pies desnudos impidiéndole pasos fáciles y
obligándolo a arrastrarlos cansinamente. Fue entonces, que comenzó a sentir su
espalda reventarse por la constancia insana de las gotas, le hizo abrir los ojos
de golpe y quejarse con furia. La lluvia se había convertido en un diluvio
bíblico. Vio o creyó ver como las nubes descargaban todo su humor agrio
empujando el agua fuera de ellos con rabia y a todas las direcciones posibles,
mientras se agitaban unas con otras en una danza de apareamiento bizarra. Él,
al descubrirse vulnerable ante la fuerza de la naturaleza quiso huir, intentó
anteceder un paso para continuar con el otro logrando tropezarse consigo mismo
cayendo de rodillas en el barro neonato. Volvió a cerrar los ojos, esperando
que al menos el petricor lo tranquilizase y le infunda nuevas fuerzas que le
permitan continuar, evocó sus recuerdos infantiles en la casona del abuelo, en
donde el petricor originario de las lluvias de verano activaba su adrenalina
haciéndolo sentirse valiente. Sin embargo, la nostalgia no acudió, sucediendo algo
horrible al cerrar los párpados e intentar aspirar conscientemente el
embriagante olor de la tierra húmeda; aquél olor se había convertido en una
esencia espesa, pesada que al concentrarse en cantidades inauditas empezaba a
solidificarse en una pestilencia concentrada que lo abrumó al instante hasta
instalarse en la totalidad de su cerebro originándole una migraña que le hizo
perder el conocimiento. Despertó.
-Otro más- se dijo a sí mismo mientras miraba el percudido techo de su
habitación. Tenía aún los dedos de sus pies fuertemente encogidos y los fue
relajando conforme fue tomando conocimiento de su realidad mundana y se fue
sacudiendo de las últimas sensaciones agobiantes del sueño vívido que acababa
de tener.
-Van catorce- pensó con incertidumbre al mismo tiempo que auscultaba con
sus largos dedos su liso abdomen izquierdo, sintiendo una pequeña punzada que
le hizo cerrar los ojos involuntariamente mientras evocaba con rencor el sueño
número once, en el que se vio a sí mismo acorralado entre unos callejones
angostos a la puerta de un mercado solitario, siendo perseguido por todos los compañeros
que asistían con él a las charlas parroquiales, quienes acompañados de un
sujeto sin rostro, que vestía un terno plastificado con corbata celeste lo persiguieron
con desesperación por el interior del mercadillo, repleto de escaparates de ropa
de segunda mano, haciéndole tropezar frente a un puesto de comida donde encontró
a su madre almorzando con parsimonia mientras lo miraba dibujando un rictus de
ofuscación. Él quiso detenerse a saludarla, mientras reordenaba sus
pensamientos porque en la realidad paralela de sus sueños, la consideraba
muerta desde hacía tiempo. Fue en ese momento de cavilación, cuando de pronto sintió
en el aire un silbido espectral agitarse por detrás de él, que se introdujo sin
pauses en su abdomen izquierdo, mientras sentía discurrir lo caliente de su
sangre por su abdomen, pudo voltear levemente para darse cuenta que el hombre
sin rostro lo acuchillaba sin piedad. Al despertar aquella mañana, se enteró
mediante un mensaje de texto que su mejor amigo había fallecido apuñalado la
noche anterior.
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