Iban cogidos de
la mano bajo la penumbra de las tres de la mañana. Él entrelazaba sus dedos con
premura, experimentando la aspereza que le causaba los dedos toscos de su acompañante
contrastando curiosamente con la suavidad de su piel. A pesar de las
diferencias, y no sólo por las condiciones cutáneas, ellos se complementaban
perfectamente en un vaivén pausado de un tiempo detenido mientras cada uno
absorto en su propio ámbito miraban al horizonte, a su horizonte particular.
La abstracción
se interrumpió de improviso, cuando su acompañante lo soltó abruptamente,
volteándose en un movimiento reflejo, dando cara a la pista. «Espera», le dijo con voz
desgastada, «dame un minuto, voy a
arrojar». Alberto intentó sostenerlo por la
espalda para ayudarlo a vomitar las dos noches de excesos continuos que había
soportado su organismo. Él no le dejó, apartándole con un movimiento torpe del
brazo. Tosió con violencia mientras sentía cómo la descomposición emergía desde
la boca de su estómago hasta la garganta, convirtiéndose en el proceso en un
líquido agrio que salía sin pausas.
Tres y seis.
Alberto observó las manecillas de su reloj de mano con impaciencia, esperando
que su acompañante se restableciera. Un minuto más tarde, cuando sintió que ya
no tosía, le alcanzó una botella de agua mineral. «Enjuágate» le dijo, «no te voy a besar con esa peste» acotó divertido. «No jodas» le respondió, «no me dejes
tomar nunca más» alcanzó a decir,
mientras unas lágrimas pequeñas de puro malestar físico le brotaban
gratuitamente.
Eso sería perfecto,
pensó Alberto, sin animarse a decirlo en voz alta. Las noches así eran cada vez
más frecuentes. Había olvidado ya, cuándo había sido la última cita tranquila
que no llevase alcohol de por medio, lo extrañaba, extrañaba sus paseos por el
malecón, sus tertulias después del café de las cinco, sus comentarios después
de la película del fin de semana, sus risas luego de ver los mismos capítulos
de siempre de Los Simpsons, en su
habitación. Extrañaba a Manuel. Extrañaba a ese Manuel, y no al sujeto que
debía cuidar cada fin de semana, por los desproporcionales desastres que
causaba con el alcohol en su cuerpo. Lo quería, aunque ya no lo soportaba; y al
mismo tiempo no veía un presente o un futuro sin él.
Manuel se
recostó por fin en la fría pared de una casa anónima de la avenida por donde
habían caminado. Miró el rostro distraído de Alberto bajo la luz amarilla de un
poste garabateado. «Ahora sí» le dijo, con todo el aplomo que le permitió el desequilibrio del
alcohol en su sangre. Le tendió la mano.
«¡Bah!» respondió Alberto
con indiferencia, «tú y tus huevadas», le dijo mientras cogía su mano nuevamente con fuerza. A pesar de
los 17 meses juntos, siempre se estremecía al sentir su tosquedad. Alberto
suspiró en silencio. Siguieron caminando.
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