jueves, julio 6

De la mano

Iban cogidos de la mano bajo la penumbra de las tres de la mañana. Él entrelazaba sus dedos con premura, experimentando la aspereza que le causaba los dedos toscos de su acompañante contrastando curiosamente con la suavidad de su piel. A pesar de las diferencias, y no sólo por las condiciones cutáneas, ellos se complementaban perfectamente en un vaivén pausado de un tiempo detenido mientras cada uno absorto en su propio ámbito miraban al horizonte, a su horizonte particular.



La abstracción se interrumpió de improviso, cuando su acompañante lo soltó abruptamente, volteándose en un movimiento reflejo, dando cara a la pista. «Espera», le dijo con voz desgastada, «dame un minuto, voy a arrojar». Alberto intentó sostenerlo por la espalda para ayudarlo a vomitar las dos noches de excesos continuos que había soportado su organismo. Él no le dejó, apartándole con un movimiento torpe del brazo. Tosió con violencia mientras sentía cómo la descomposición emergía desde la boca de su estómago hasta la garganta, convirtiéndose en el proceso en un líquido agrio que salía sin pausas.

Tres y seis. Alberto observó las manecillas de su reloj de mano con impaciencia, esperando que su acompañante se restableciera. Un minuto más tarde, cuando sintió que ya no tosía, le alcanzó una botella de agua mineral. «Enjuágate» le dijo, «no te voy a besar con esa peste» acotó divertido. «No jodas» le respondió, «no me dejes tomar nunca más» alcanzó a decir, mientras unas lágrimas pequeñas de puro malestar físico le brotaban gratuitamente.

Eso sería perfecto, pensó Alberto, sin animarse a decirlo en voz alta. Las noches así eran cada vez más frecuentes. Había olvidado ya, cuándo había sido la última cita tranquila que no llevase alcohol de por medio, lo extrañaba, extrañaba sus paseos por el malecón, sus tertulias después del café de las cinco, sus comentarios después de la película del fin de semana, sus risas luego de ver los mismos capítulos de siempre de Los Simpsons, en su habitación. Extrañaba a Manuel. Extrañaba a ese Manuel, y no al sujeto que debía cuidar cada fin de semana, por los desproporcionales desastres que causaba con el alcohol en su cuerpo. Lo quería, aunque ya no lo soportaba; y al mismo tiempo no veía un presente o un futuro sin él.

Manuel se recostó por fin en la fría pared de una casa anónima de la avenida por donde habían caminado. Miró el rostro distraído de Alberto bajo la luz amarilla de un poste garabateado. «Ahora sí» le dijo, con todo el aplomo que le permitió el desequilibrio del alcohol en su sangre. Le tendió la mano.


«¡Bah!» respondió Alberto con indiferencia, «tú y tus huevadas», le dijo mientras cogía su mano nuevamente con fuerza. A pesar de los 17 meses juntos, siempre se estremecía al sentir su tosquedad. Alberto suspiró en silencio. Siguieron caminando. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tweets por el @jcoco2515.